De cómo el automóvil se ha convertido en un innecesario (y caro) objeto de
lujo
Sí, tener coche es muy romántico. Constituye la
libertad de movimiento sin trabas. El horizonte siempre delante de ti. Accionar
la llave de arranque, que el relé propicie que las bujías de incandescencia
queden conectadas a la corriente procedente de la batería, encendiéndose al
mismo tiempo que la luz testigo en el tablero. Poner en marcha el motor cuando
se apaga dicha luz y conducir a punta de gas, escrupuloso, llevando a cabo cada
movimiento con exactitud artesanal. Pura poesía mecánica.
Porque si no tienes coche, no eres nadie. Sobre todo en países
como Estados Unidos, donde se puede conducir desde los dieciséis años (pero no
se puede beber hasta los veintiuno) y donde las horas y horas que los
conductores pasan en su coche han provocado dos efectos inesperados. El
primero, que el número de soportes para vasos sean un complemento determinante
a la hora de escoger modelo de coche. El segundo, que se haya desarrollado mayor incidencia de cáncer de piel en el brazo izquierdo, que es el que queda apoyado en la ventanilla (en
países donde se conduce por la izquierda, el cáncer de brazo es más común en el
brazo derecho).
Tener un coche se ha convertido en algo tan natural que apenas dedicamos
tiempo a reflexionar lo que nos cuesta. De hecho, los coches valen cada vez
menos, así que ¿dónde está el problema? El problema reside,
básicamente, en que las alternativas a tener un coche en propiedad también son
cada vez más baratas y ofrecen otras muchas ventajas
Sí, tener coche es muy romántico. Pero también es romántico viajar al
espacio, y no nos pasamos la vida trabajando para pagarnos un viajecito a la ISS: preferimos tumbarnos
en una playa de noche y contemplar las estrellas. O ver la nueva de Star Wars
en el IMAX.
Mejor conectar que excluir
Afortunadamente, tener coche en propiedad
empieza a estar demodé. Las nuevas generaciones, criadas bajo el paraguas
2.0, conciben la libertad de un modo ligeramente distinto: no ya tanto como
excluir a los demás, conducirse de forma autónoma por una carretera, lejos de
todos, sino conectando, interactuando, por ejemplo a través
de las redes sociales como Facebook o Twitter.
De hecho, en una encuesta reciente se revelaba que, por primera vez, el 46 % de los conductores de entre 18 y
24 años de edad estaban dispuestos a prescindir de su coche a cambio de otra
cosa: conectarse a internet.
También los jóvenes tienen menos coches, pero más smartphones: en 1998, el porcentaje
de jóvenes de 19 años que tenían permiso de conducir era del 64,4 %; en 2008,
era del 46,3 %. Al preguntarse a 3.000 jóvenes nacidos entre 1981 y 2000 cuáles
eran sus marcas preferidas de una lista de 31, entre las diez primeras no había
ninguna marca de coche, pero sí Google.
La era de compartir
Además de preferir la socialización 2.0, también parece más importante
compartir. Desde CouchSurfing hasta Wikipedia, el auge de compartir en vez de
poseer parece ser la tónica en la generación Y. Lo mismo sucede en el ámbito de los coches,
donde cada vez hay más empresas que facilitan el compartirlo. En 2012, 800.000
estadounidenses ya eran miembros de alguna asociación para compartir coche, tal
y como explica Jeremy Rifkinen su libro La
sociedad del coste marginal cero:
Más y más jóvenes se unen a asociaciones para compartir automóviles donde
pagan una pequeña cuota a cambio de acceder a un automóvil cuando lo necesiten.
Al hacerse socios, reciben una tarjeta con un microchip que les permite usar
vehículos estacionados en distintos puntos de las ciudades. Los socios reservan
los vehículos por internet o mediante aplicaciones para móviles.
Esta clase de uso compartido también reduce las emisiones de gases
contaminantes, pues los miembros de estas asociaciones condujeron un 31 % menos que cuando poseían un vehículo, lo que supuso en
Estados Unidos una reducción de 482.179 toneladas en
las emisiones de CO2. Es decir, usar estos servicios hace que la
gente sea más proclive a usar transporte público, bicicleta o su aparato
locomotor en forma de piernas. Por cada vehículo compartido
dejan de circular 15 vehículos particulares.
El coste del lujo sobre ruedas
La gente que conduce el típico coche-polla nos puede producir cierta
tristeza o incluso hilaridad. Coches de alta gama (en ocasiones mucho más
incómodos que los coches de gama media) que cuestan un riñón y parte del otro.
Pero no cabe engañarse: incluso los coches relativamente económicos tienen un
coste semejante al alquiler de un piso en una gran ciudad. En Estados Unidos,
poseer y mantener un coche normal tiene un coste de centenares de dólares al
mes, casi el 20 % de los ingresos de una familia, lo que lo convierte
en el segundo gasto más elevado después de la vivienda.
Echemos cuentas. Letra del coche (pongamos 200 € al mes / 2.200 € al año),
seguro anual (400 €), combustible (50-100 € al mes / 1.000 € al año), impuesto
de circulación (70 €), parking (80 € al mes / 900 € al año), permiso de
conducir, revisiones, aceite, consumibles varios, reparaciones por el desgaste
natural (500 € al año). Son cifras orientativas. A algunos les parecen cifras
que se quedan cortas; otros, que no es para tanto en algún gasto en concreto.
Pero en resumidas cuentas, a ojo de buen cubero, tenemos un gasto fijo anual de 5.000 €. Un coste que, a
medida que transcurren los años, se incrementa de resultas de reparaciones de
mayor cuantía.
Una vez adquirimos una vivienda, el precio del inmueble no deja de subir,
es sencillo de vender al mismo precio o a un precio superior, con lo cual
constituye una inversión relativamente segura. También se puede arrendar. Por
el contrario, a las 24 horas de comprar un coche, este ya ha perdido un tercio
de su valor. Y seguirá perdiéndolo, lo usemos o no. Los coches cuestan casi lo
mismo que un piso de alquiler o un poco menos que las letras de un piso en
propiedad, pero si tenemos en cuenta que su valor se pierde por un sumidero
cada día que pasa, entonces podemos colegir que los coches cuestan mucho más que los pisos en propiedad.
¿Entonces qué le pasa a la gente? ¿Está rematadamente ciega? No
necesariamente. En primer lugar, hay individuos conscientes del dispendio que
supone un coche particular, pero aun así están dispuestos a realizar el
sacrificio pecuniario porque le compensa emocionalmente. Aunque no lo podamos
comprender, hay gente que disfruta de su coche, y cuestionar su gasto sería
como cuestionar el gasto de un letraherido en un incunable. Pero las más de las
veces no se trata de este caso. Lo que sucede es que tendemos a hacer lo que hace la mayoría, con el piloto
automático, el cruise control activado.
Para probarlo, Jonah Berger, Blacke McShane y Eric Bradlow calcularon hasta qué punto influye que tu vecino o
amigo se compre un coche para que tú hagas lo mismo. Al parecer, los ciudadanos
de Los Ángeles tenían una mayor probabilidad de adquirir un coche nuevo si
otros habitantes de Los Ángeles habían adquirido coches recientemente, un
fenómeno que se producía en menor medida en ciudades como Nueva York. La razón
estriba en que en Los Ángeles hay más gente que acude al trabajo en coche, y en
Nueva York prima el metro. Según estos autores, una de cada ocho ventas de
coches se debe a esta influencia social. Y esa influencia se observaba sobre
todo en ciudades donde la gente usaba más el coche, o donde había más horas de
sol: lo que permite ver con más facilidad el coche
que conduce la persona que está a tu lado.
A la inversa, esta contaminación social también influye en el hecho de que
en ciudades como Ámsterdam haya más bicicletas que coches. Una de las razones
más poderosas que empujan a la gente a comprar una bicicleta, o incluso permite
que los conductores de vehículos a motor sean más respetuosos con los
ciclistas, es sencillamente que se vean más bicicletas por las calle, tal y
como ha analizado Tom Vanderbilt en su libro Tráfico.
Es decir, que solo es necesario que un número suficiente de personas
advierta lo absurdo que es comprar un coche, y el resto vendrá rodado
(siguiendo con las metáforas automovilísticas).
Las ventajas de alquilar o compartir
En Estados Unidos, un vehículo permanece inactivo, por término medio, el 92
% del tiempo, siendo así un activo fijo extremadamente
ineficiente. Sin embargo, alquilar o compartir un coche nos evita
estos y otros gastos, como el mantenimiento, el seguro, los permisos y los
impuestos de circulación.
Los servicios para compartir automóviles también propician el uso del
vehículo eléctrico. Frost and Sullivan estimaque en 2016 serán eléctricos dos de cada diez vehículos
compartidos nuevos, y uno de cada diez vehículos compartidos en total.
Si Uber fue la revolución 2.0 del alquiler de coches con chófer, otras
tantas iniciativas auguran que ocurrirá lo mismo con el alquiler de coches sin
chófer. Con servicios como RelayRides, por ejemplo, el propietario de un vehículo puede compartirlo con otros usuarios. Cada propietario
puede fijar una tarifa por hora, determinar el horario de alquiler y comprobar
los antecedentes de los usuarios que deseen alquilarlo. Tal y como lo explicaJeremy Rifkin en su libro La sociedad del coste
marginal cero:
El usuario paga la gasolina y la reparación de cualquier avería que sufra
el vehículo mientras lo usa. El dueño del automóvil recibe el 60 % de la
cantidad que abona el usuario y RelayRides se queda con el 40 %. Por su parte,
los propietarios se encargan del mantenimiento de sus vehículos, pero como los
vehículos nuevos y muchos vehículos usados tienen una garantía que incluye
revisiones gratuitas y un mantenimiento básico, los propietarios solo pagan los
gastos fijos. Un propietario puede ganar entre 2.300 y 7.400 dólares al año con
unas tarifas de alquiler que van de 5 a 12 dólares por hora. Puesto que un
propietario normal gasta de media unos 715 dólares al mes en su vehículo, este
sistema para compartirlo reduce significativamente el coste de poseerlo y
mantenerlo.
Servicios como couchsurfing auguran que próximamente podremos alquilar
vehículos sin intermediarios, reduciendo el coste hasta niveles ridículos. Será
más barato que tener un coche en propiedad, indudablemente, pero también mucho
más barato que tomar un taxi o hasta determinados transportes públicos en
determinadas frecuencias horarias. Las ciudades del futuro, pues, no se medirán
por el lujo de los coches que conducen las clases más pudientes, sino por el
hecho de que hasta las clases más pudientes
usarán el transporte público u otras modalidades de transporte compartido. Y los que conduzcan
su coche-polla, aún producirán más extrañeza que nunca.